Hoy mas que nunca extraño salir por ahí, extraño el caminar en silencio en medio de la nada con Pequeñitas Manos, mi niña, y nuestra mascota. O aquellas caminatas por el sendero en medio del bosque mirando los osos con mi pequeño.
Extraño los atardeceres con las piernas en medio del agua atrapando peces mientras cae el sol.
Cuando era pequeño me encantaba pasear en bicicleta, salir a pedalear por ahí sin preocupaciones disfrutando la noches. Paseaba con mis amigos en algunas frescas tardes de otoño, éramos capaces de tendernos sobre las hierbas mirando el azul y las nubes sobre muestras cabezas. Éramos capaces de perseguir mariposas o meternos en una gruta profunda con una simple lampara o una simple antorcha.
Cazábamos mangos o lagartijas.
Recuerdo la vez de aquella mañana en que nos escapamos hasta unas olvidadas ruinas alejadas del pueblo, 7.5 km en bicicleta. No sé como fue que fuimos tan lejos pero parece que descubrimos otro mundo que nos hizo regresar una y otra vez. Hacíamos escala en una tiendita a mitad del camino, comprábamos unas simples galletas o un jugo para complementar el embutido que un amigo había llevado para merendar.
Otras veces podíamos andar por horas cortando naranjas por el camino, atrapando iguanas o tortolitas.
Extraño también mi joven madurez en la que con una cerveza en la mano esperamos que cayera la tarde sentados en el techo de una hermosa ruina maya a la que hoy está prohibido subir.
O más delante los largos caminos llenos de árboles, los extenuantes viajes y las carreteras.
Parece que hoy mas que nunca extraño la normalidad que olvidé. Extraño la normalidad que algún día deje de vivir y que solo utilizaba para mis dichos de “cuando tenga tiempo, iré”.
Extraño el mar y los ríos, el monte, las ruinas, las caminatas, los vientos de mayo, el sol y la luna, la brisa de otoño, los lentes, el cine, el mercado, las vueltas o el caminar.